Deja vu de tercera generación: escuelas remotas

Con los oídos y los ojos bien abiertos escuché a mi abuelo cuando me contaba un domingo de sus travesías por las laderas de colinas perpetuas, por rutas de lodo milenario.  Todo eso lo hacía en su búsqueda de las escuelas que estaban en la lista a visitar; una lista larga que se esparcía como los granos de la región.

Esa vez, detrás de una sonrisa, una historia dejaba ver más allá de su realidad: la realidad de un maestro.  Este último, no tan viejo pero con las arrugas que empezaban a surcar su cara de forma definitiva, estaba subido en una de nuestras verdes colinas ya por algunos años.  Estaba agobiado por las falencias del sitio; y en sus ojos se leía que al llover el agua se decía llamar Pedro para entrar.
Lo recuerdo hoy cuando yo mismo pienso y recreo similares viajes, y mis pies penetran la tierra húmeda y roja, y detrás de mi oreja el hollín se trata de esconder cuando me baño...

En uno de esas visitas sentí llegar a una escuela fantasma: era tierra levantada de la tierra, y viento que cruza por las ventanas de las aulas sin techo.  La dirección era minúscula; dentro, ocho pupilas como platos se forzaban para leer un formulario mientras el sol radiante iluminaba el paisaje de té verde que corría en la proximidad...

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