La hija de un planchero

La escuela de Shangi, en la que trabajé el año pasado, está a medio camino. La visita fue corta. Los trabajos casi al mismo punto que hace 3 meses. Los contratistas dados al diablo metiendo ladrillos rotos en sustitución de las bases de piedra que deben llevar los pasillos. Una de las notas para corregir.

Así seguimos...
Hoy es miércoles, comencé a decirle al encargado de obra, ¿dónde están los trabajadores?
Falta billete, me dijo.
Andardiablo, y entonces ¿cuando se va a continuar?, dije.
Cuando el Distrito mande, dijo con cara de negro quemado.

Cerquita estaba el inspector de sitio. Mirando pero en el aire. El tipo lo había conocido flaquito cuando la obra comenzó. Ahora está lleno como una chincha –el dinero de la cooperación funcionó también a ese nivel intermedio que se llama panza.

El único que se movía de lado a lado, como una hormiga, como una abeja, como un chele, era el tipo que cargaba láminas de zinc. Sólo él. Una tras otra. Ni se le veía la cara.

Mi hija está cojiendo pela bajo una lona, dijo el tipo para referirse a que su hija tomaba clases en una aula improvisada en plástico, con un caloraso dentro.
Paciencia, la cooperación va a funcionar.
Hay que marchar con decisión y con calma aquí, pensé.
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