Los Amos

Recordar a veces es como una sopa caliente cuando hace frío.
Honor breve a esos tiempos.

Rulfo y Bosch llevaban por nombre Juan. A pesar de ser perredeísta a mi abuela no le gusta Bosch. No creo que lo haya leído mucho y si lo hizo fue ya hace unos largos añitos. Tampoco recuerdo preguntarle sobre Rulfo. Tal vez sí, tal vez no. Estoy seguro de que leyó mucho de Agatha Christie porque veía los libros sobre la máquina de coser junto a su cama.

También estoy seguro que mientras crecía en Moca –haya leído o no a los Juan– ella vivió o vió realidades tan secas como las que describen ambos maestros del cuento latinoamericano. E igual que como me pasó antes con un dejavú de otro abuelo, mezclé dos cds en mi cabeza y me salió otro, en el que me sentí envuelto en el tantas veces antologado “Los Amos”. Según recuerdo, en el cuento la diferencia no es de color de piel, es una cruda diferencia de poder. Sin embargo, en mi dejavú el color existe: uno es el jefe mulato y el otro el peón negro.

Bajo las órdenes del Gefe (como le gusta al jefe mulato que le escriban), el negro trabaja casi 18h/7. Aparte de los destellos de jardinero y limpiamarquesinas no hace nada más que hacer presencia. Gana 70 dólares por mes. Tiene la misma edad del Gefe pero el negro agrega a su cuenta una esposa y dos hijos ubicados en el extremo más remoto del país, un Pedernales cualquiera.

[Para que no me digan racista o ignorante o políticamente incorrecto llamaremos al negro por su nombre: Marc.]

Marc generalmente sonríe por las mañanas. Por las tardes y noches también. Sus dientes no fueron a la escuela pero saben brillar de noche. Pero en los últimos días ha quedado mal con sus responsabilidades mínimas.

Para el variar del cuento, aquí el Gefe sabe la condición de Marc y antes de haber definido el corte ya tiene remordimiento. Sabe que si le manda a la chirola probablemente no habrá comida para cuatro. Se pone peor la cosa cuando el Gefe piensa que Navidad se acerca y que ni pica-pica habría en la mesa de Marc (ya es duro imaginarse una latica de pica-pica repartida en 4 bocas).

En la cabeza del Gefe es él el malagradecido. Es como sentirse escrito como homicida por uno mismo sin siquiera matar. Qué se puede hacer, piensa. El mundo es así, se repite como excusa. Pero en realidad no la hay. No la hay. El Gefe camina de noche por una de las colinas. Bajo las estrellas ve miles de figuras que caminan con la carga de un hambre masiza, tan densa como un hoyo negro. ¿Puede un hombre cambiar el mundo?, piensa. Más fácil: ¿puede un hombre cambiar la vida de una persona? El Gefe quisiera preguntarle a su abuela...

Ya! Ya! La solución: un corte transversal que sólo toque el hueso. Magnífico, pensó y dijo e hizo como que hizo, con un Marc de peón 8 días al mes por 15 dólares. Y Marc que acepta. Y el Gefe que piensa que Marc está bien porque aún gana por encima de los dos dólares por día de trabajo con él. Magnífico, pensó. Marc anda con el corte en el cocote. Su camisa cambió a rojo de un día a otro.

En los países como este, historias así son tan comunes como leer en un diario dominicano que en el PRD hay un lío. La cooperación internacional lo permite con sus rotaciones y medidas de seguridad y complejos de esclavistas con ojos cerrados. Es como vivir en las llamas del llano. Pobre Marc. Sólo le quedan 11 días.

No es un misterio de los de Christie. No se si la historia le gustará a mi abuela. Quisiera contársela como aquellos días en que íbamos a comprar café y a cambiar sus novelas en El Conde. Entonces el mundo no parecía tener amos.

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