Saona, la ínsula virgen

He puesto mis pies sobre un apéndice térreo insular de la isla: la isla Saona. Húmedos los dedos, sentí la arena del retirado lugar. Limpia. Cálida. Las casi cuatro horas de viaje encuentran su motivo allí, en Mano Juan. Pero el viaje no es de placer. Soy un representante invisible de la política. Formo parte de la comisión que se dirige a esta tierra a llevar cambios, novedades.


Gallinas ponedoras, huertos hidropónicos, mayor cobertura de telefonía pública, salas digitales, servicio de internet, cursos de artesanía, cursos de formación técnica, mejora de las vías entre poblados, reconstrucción del muelle, construcción de la plaza artesanal, reparación de paneles solares…

Es una sorpresa imaginar que todo esto haya ido llegando a esta tierra de gente humilde en seis meses. Pienso en la política y su función social real; en si bajo ese arcoiris hay verdadera solución o si las próximas elecciones son el motor de esto. Allí, en Saona, apenas hay 300 votos. No puede ser por campaña. He visto líderes locales de oposición aplaudir por las gallinas ponedoras.

La gente está agradecida. Al menos los presentes, mujeres principalmente. Nuevas ocupaciones les son ofrecidas. Brillan sus ojos. Niños sonríen. Turistas desfilan confundidos delante del lugar. Ellos en trajes de baño y con lentes de sol, nosotros en ropa más o menos formal. Ambos venimos y regresamos en barcos. Los saoneros permanecen. Envían la basura y reciben provisiones (comida, agua, medicamentos, etc.). Los botes son parte esencial de su vida. Botes, caracoles, mosquitos, sol. Su piel tan oscura, quemada y dura, los delata.

El turismo es su refugio económico dicen los oradores. Yo también lo creo. Artesanía basada en coco y caracoles, transporte de turistas, comida hecha en sitio, turismo interno en la isla, grupos teatrales temáticos. En esta comunidad rural lo sencillo es lo suyo.

Tulio Mateo

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