En el centro de Dar es Salaam

Una larga caminata fue el epicentro del segundo día. Con la ayuda de los del hostal que me depositaron en el mercado de pez, empecé mi recorrido con cierto temor de ser despojado de mi cámara fotográfica –cosa ahora curiosa porque en medio del viaje la perdería gracias al agua de mar. Sin tomar fotos del mercado, lo recorrí viendo como las redes eran tendidas en una explanada natural, y como se vendían de un lado decenas de variedades de peces, y del otro especias y otros artículos de cocina.

Más adelante, persiguiendo la línea de costa, llegué al puerto por el que al siguiente día tomaría el bote a Zanzíbar. Aquí realmente Dar es Salaam pierde su nombre (significa “remanso de paz”), convirtiéndose en un hervidero de gente y vehículos y taxis y autobuses y más gente, sentada o parada, caminando o corriendo o hablando, y retransmitiendo su energía hacia los adentros de la ciudad, en el que continúa el mismo hervidero de gente y vehículos y taxis y autobuses…

La arquitectura es una mezcla de estilos en el que, por ejemplo, un neo-clásico simplificado acepta detalles decorativos arabescos. Con cierto recuerdo de San Pedro de Macorís (RD), por la escala de los edificios, me diluí entre los árabes, hindúes, bengalitas o pakistaníes (u otros de la zona) que se han instalado históricamente como comerciantes. Me perdí hasta con mapa y sin idea de la dirección del sol o las sombras (estaba nublado) y hasta sentí cierto temor de no encontrar un taxi en caso de emergencia.

Después de más caminar encontré una calle que sí aparecía en el mapa y la seguí a la derecha hasta encontrar a la distancia el hotel Kempinski. Allí fui y me senté un rato a descansar los pies y los zapatos, y desde donde aprecié la bahía que me alojaba.

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